Jim Ridel salió del bar no muy seguro de que sus piernas sostuvieran sus ochenta y tantos kilos de músculos bien entrenados. Caminó por la acera y en la esquina se detuvo, delante del tenderete del vendedor de periódicos. Tropezó con su cara, no demasiado atractiva con aquella expresión sombría con que le habían sorprendido los fotógrafos, que le miraba desde la primera página de los diarios de la noche.
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Jim Ridel salió del bar no muy seguro de que sus piernas sostuvieran sus ochenta y tantos kilos de músculos bien entrenados. Caminó por la acera y en la esquina se detuvo, delante del tenderete del vendedor de periódicos. Tropezó con su cara, no demasiado atractiva con aquella expresión sombría con que le habían sorprendido los fotógrafos, que le miraba desde la primera página de los diarios de la noche.