Vince Lombart abrió los ojos y al instante soltó un quejido. Las sienes empezaron a latirle como si alguien quisiera barrenarlas con un taladro neumático. En los primeros instantes no recordó siquiera dónde estaba. Luego sí; luego lo recordó y de no haber sido por el agudo dolor de cabeza, hubiera sonreído. La habitación estaba en desorden y olía a «ella». Estaba impregnada de aquel aroma a jazmines, o vaya usted a saber qué clase de perfume era aquél, pero en cualquier caso era un perfume tan personal como su turbulenta manera de hacer el amor.
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Vince Lombart abrió los ojos y al instante soltó un quejido. Las sienes empezaron a latirle como si alguien quisiera barrenarlas con un taladro neumático. En los primeros instantes no recordó siquiera dónde estaba. Luego sí; luego lo recordó y de no haber sido por el agudo dolor de cabeza, hubiera sonreído. La habitación estaba en desorden y olía a «ella». Estaba impregnada de aquel aroma a jazmines, o vaya usted a saber qué clase de perfume era aquél, pero en cualquier caso era un perfume tan personal como su turbulenta manera de hacer el amor.