No era un bar elegante. Ni siquiera era limpio. Era uno de tantos tugurios que no cierran en toda la noche, y donde las horas del alba se desvanecen entre la neblina de humo concentrada entre sus paredes, mientras el olor rancio de la cerveza se agudiza tundiéndose en mil otros olores diluidos en la atmósfera. A esa hora incierta donde no se sabe si muere la noche o nace el día, la atmósfera acre del bar era más densa que nunca, justo cuando ya apenas si quedaba nadie flotando en ella como en un turbio mar de frustración y alcohol.
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No era un bar elegante. Ni siquiera era limpio. Era uno de tantos tugurios que no cierran en toda la noche, y donde las horas del alba se desvanecen entre la neblina de humo concentrada entre sus paredes, mientras el olor rancio de la cerveza se agudiza tundiéndose en mil otros olores diluidos en la atmósfera. A esa hora incierta donde no se sabe si muere la noche o nace el día, la atmósfera acre del bar era más densa que nunca, justo cuando ya apenas si quedaba nadie flotando en ella como en un turbio mar de frustración y alcohol.