Estaba amaneciendo. Era un frío y lívido amanecer. El cielo tenía matices agrios, en la distancia, sobre los tejados de Londres. Un reloj desgranó unas cuantas campanadas que sonaron lúgubres, como tañendo a difuntos. Fueron seis. Seis campanadas rotundas, que rebotaron en las piedras húmedas, con ecos sombríos. Las seis. Era la hora señalada. La hora de morir.
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Estaba amaneciendo. Era un frío y lívido amanecer. El cielo tenía matices agrios, en la distancia, sobre los tejados de Londres. Un reloj desgranó unas cuantas campanadas que sonaron lúgubres, como tañendo a difuntos. Fueron seis. Seis campanadas rotundas, que rebotaron en las piedras húmedas, con ecos sombríos. Las seis. Era la hora señalada. La hora de morir.