Lo lamentable —dijo Leo, entre dientes, sin volverse— es que no haya sido Raph el muerto. Estaba frente al espejo, anudándose la corbata negra con gestos precisos, mirándose al mismo tiempo con detalle, comprobando cómo los años habían ido estropeando su rostro, surcándolo de trazos oscuros, apagando el brillo de sus pupilas, poniendo en la comisura de los labios una línea descendente que daba aquel rictus amargo a la expresión de su boca. Viendo que Gilda no hacía comentario alguno a lo que acababa de decir, se movió un poco, siempre ante el espejo, de modo a ampliar su campo de visión, lo que le permitió ver a su mujer, que, sentada en el lecho, se estaba calzando. —¿No me has oido? —insistió, volviéndose esta vez, con la corbata aún entre los dedos.
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Lo lamentable —dijo Leo, entre dientes, sin volverse— es que no haya sido Raph el muerto. Estaba frente al espejo, anudándose la corbata negra con gestos precisos, mirándose al mismo tiempo con detalle, comprobando cómo los años habían ido estropeando su rostro, surcándolo de trazos oscuros, apagando el brillo de sus pupilas, poniendo en la comisura de los labios una línea descendente que daba aquel rictus amargo a la expresión de su boca. Viendo que Gilda no hacía comentario alguno a lo que acababa de decir, se movió un poco, siempre ante el espejo, de modo a ampliar su campo de visión, lo que le permitió ver a su mujer, que, sentada en el lecho, se estaba calzando. —¿No me has oido? —insistió, volviéndose esta vez, con la corbata aún entre los dedos.