Tamborileando nerviosamente la mesa de su despacho, Donald Callowan miraba hacia el teléfono, esperando la llamada que iba a comunicarle su triunfo sobre Frank Tompkins. Seis coches de la SIP, auxiliados por cerca de un centenar de vehículos policiales, formaban una espesa red, de estrechas mallas, que se iba cerrando alrededor del punto de donde había partido el ataque contra los camiones de la General. Incapaz de esperar allí más tiempo, Callowan abandonó el despacho, pasando al segundo piso donde, en la sección de transmisiones, Harry Stuard, su ayudante de turno, esperaba igualmente la llamada. —¿Algo nuevo? Stuard se volvió hacia su jefe.
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Tamborileando nerviosamente la mesa de su despacho, Donald Callowan miraba hacia el teléfono, esperando la llamada que iba a comunicarle su triunfo sobre Frank Tompkins. Seis coches de la SIP, auxiliados por cerca de un centenar de vehículos policiales, formaban una espesa red, de estrechas mallas, que se iba cerrando alrededor del punto de donde había partido el ataque contra los camiones de la General. Incapaz de esperar allí más tiempo, Callowan abandonó el despacho, pasando al segundo piso donde, en la sección de transmisiones, Harry Stuard, su ayudante de turno, esperaba igualmente la llamada. —¿Algo nuevo? Stuard se volvió hacia su jefe.