Luther Kinkelin llegó en un taxi a la Hauptbahnhof de Hamburgo con tiempo suficiente para tomar el tren T. A. C. con destino a Munich. Pagó el servicio, esperó a que el taxi se alejara de la zona de descarga de pasajeros y luego se aseguró de que detrás de él no llegaba otro taxi o cualquier otro vehículo en el que hubiera alguien que pudiera preocuparle. No parecía que fuese así y, tras una última mirada arriba y abajo de la Glockengiesserwall, entró en la estación de ferrocarril, compró tabaco y un par de revistas, y luego fue a tomar un café. Por supuesto, en todo momento, mientras iba de un lado a otro, se iba asegurando de que nadie sentía interés especial por él. Salvo un par de mujeres que le miraron entre sorprendidas y admiradas, porque Kinkelin, todo hay que decirlo, era un tipazo.
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Luther Kinkelin llegó en un taxi a la Hauptbahnhof de Hamburgo con tiempo suficiente para tomar el tren T. A. C. con destino a Munich. Pagó el servicio, esperó a que el taxi se alejara de la zona de descarga de pasajeros y luego se aseguró de que detrás de él no llegaba otro taxi o cualquier otro vehículo en el que hubiera alguien que pudiera preocuparle. No parecía que fuese así y, tras una última mirada arriba y abajo de la Glockengiesserwall, entró en la estación de ferrocarril, compró tabaco y un par de revistas, y luego fue a tomar un café. Por supuesto, en todo momento, mientras iba de un lado a otro, se iba asegurando de que nadie sentía interés especial por él. Salvo un par de mujeres que le miraron entre sorprendidas y admiradas, porque Kinkelin, todo hay que decirlo, era un tipazo.