Nathaniel Cravens se sirvió un coñac, le echó un chorrito de sifón, y se volvió alzando el vaso para mirarlo como si fuese su peor enemigo. —Desde luego —masculló—, no sé adonde vamos a ir a parar… Para mí, esto es casi una inmoralidad. Jefferson Maxwell, su compañero y gran amigo, lo miró sobresaltado, también con un vaso en la mano; se irguió en el comodísimo sillón y exclamó: —¿Qué es casi una inmoralidad? ¿Beber coñac?
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Nathaniel Cravens se sirvió un coñac, le echó un chorrito de sifón, y se volvió alzando el vaso para mirarlo como si fuese su peor enemigo. —Desde luego —masculló—, no sé adonde vamos a ir a parar… Para mí, esto es casi una inmoralidad. Jefferson Maxwell, su compañero y gran amigo, lo miró sobresaltado, también con un vaso en la mano; se irguió en el comodísimo sillón y exclamó: —¿Qué es casi una inmoralidad? ¿Beber coñac?