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Los primeros en ver a los dos jinetes fueron los niños que estaban jugando en la salida del pueblo… Salida o entrada, según se mirase, porque, por ejemplo, para los dos jinetes que llegaban, aquel extremo de la calle era la entrada. Aunque, propiamente hablando, no eran dos jinetes. Era un jinete, que llevaba al lado un caballo, en el cual, cruzado sobre la silla, estaba el otro hombre. Se sabía que era un hombre a pesar de estar cubierto por una manta, porque, por un lado de la silla, se veían las piernas, las botas polvorientas, y el sol se reflejaba en las dos grandes espuelas, que más adelante se vería que estaban hechas con sendas monedas de veinte dólares. De momento, los niños dejaron de jugar, quedaron petrificados, guiñando los ojos al rabioso sol tejano de cien mil demonios… Luego, uno de ellos lanzó el primer grito: —¡Un muerto! ¡Traen un muerto!