Portia Callahan se guiaba por una regla de oro: cuando todo le iba mal en la vida, hacía una lista.
La lista de ese día era sencilla: uñas, pelo, maquillaje, vestido, zapatos, boda.
En general, cumplir los objetivos de la lista le tranquilizaba, le calmaba los nervios más que un margarita, pero ese día, a pesar de haber realizado lo que se había propuesto, la angustia seguía agarrándole el estómago. Habría recurrido al margarita, pero tomarse uno en la Primera Iglesia Baptista de Houston mandaría todo al garete; eso por un lado. Por otra parte, le temblaban tanto las manos que casi con toda seguridad se echaría el cóctel encima. Y si se echaba un margarita encima del vestido de novia, que le había costado treinta mil dólares, su madre estallaría.
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Portia Callahan se guiaba por una regla de oro: cuando todo le iba mal en la vida, hacía una lista. La lista de ese día era sencilla: uñas, pelo, maquillaje, vestido, zapatos, boda. En general, cumplir los objetivos de la lista le tranquilizaba, le calmaba los nervios más que un margarita, pero ese día, a pesar de haber realizado lo que se había propuesto, la angustia seguía agarrándole el estómago. Habría recurrido al margarita, pero tomarse uno en la Primera Iglesia Baptista de Houston mandaría todo al garete; eso por un lado. Por otra parte, le temblaban tanto las manos que casi con toda seguridad se echaría el cóctel encima. Y si se echaba un margarita encima del vestido de novia, que le había costado treinta mil dólares, su madre estallaría.