Macu Ortigosa, veintiocho años, anchas espaldas de atleta, cabellos negrísimos y rostro de granuja simpático, golpeó el mostrador con el vaso que tenía en la diestra. —Otro chupito, José. El camarero mexicano se movió detrás de la barra y puso delante de Ortigosa una jarra de cerveza. Luego llenó una copa de coñac y la vació en la blanca espuma que llegaba hasta el borde de la jarra. Macu Ortigosa dio una cabezada de aprobación. —No tendrías que morirte nunca, José. El camarero hizo una mueca.
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Macu Ortigosa, veintiocho años, anchas espaldas de atleta, cabellos negrísimos y rostro de granuja simpático, golpeó el mostrador con el vaso que tenía en la diestra. —Otro chupito, José. El camarero mexicano se movió detrás de la barra y puso delante de Ortigosa una jarra de cerveza. Luego llenó una copa de coñac y la vació en la blanca espuma que llegaba hasta el borde de la jarra. Macu Ortigosa dio una cabezada de aprobación. —No tendrías que morirte nunca, José. El camarero hizo una mueca.