Las campanas de todas las iglesias de Roma comenzaron a tañer encima de mi martirizada cabeza. No pudiendo soportar aquel horrísono estruendo, pegué un brinco y quedé sentado en el lecho. Me quedé contemplando, con expresión idiotizada, el teléfono que repiqueteaba sobre la mesita de noche, y creo que mascullé una maldición contra las personas que tienen el hábito de llamar a horas intempestivas a los honrados ciudadanos que se ganan el pan con el sudor de su frente.
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Las campanas de todas las iglesias de Roma comenzaron a tañer encima de mi martirizada cabeza. No pudiendo soportar aquel horrísono estruendo, pegué un brinco y quedé sentado en el lecho. Me quedé contemplando, con expresión idiotizada, el teléfono que repiqueteaba sobre la mesita de noche, y creo que mascullé una maldición contra las personas que tienen el hábito de llamar a horas intempestivas a los honrados ciudadanos que se ganan el pan con el sudor de su frente.