Muriel Hyer miró el reloj. Eran ya las siete y media. Aprovechando que estaba sola, se desperezó. No es que estuviese cansada, ya que había tenido poco trabajo, pero sentía un voluptuoso placer en estirar todos los músculos del cuerpo tras de haber pasado casi cinco horas sentada ante su mesa. Sólo dos pacientes habían pasado aquella tarde por su consulta.
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Muriel Hyer miró el reloj. Eran ya las siete y media. Aprovechando que estaba sola, se desperezó. No es que estuviese cansada, ya que había tenido poco trabajo, pero sentía un voluptuoso placer en estirar todos los músculos del cuerpo tras de haber pasado casi cinco horas sentada ante su mesa. Sólo dos pacientes habían pasado aquella tarde por su consulta.