Miami resplandecía como una joya. Era un islote luminoso anclado en un mar de tinieblas. Como gajo desgarrado de su costa y arrastrado por la corriente, el «Druid» navegaba mar adentro, dejando tras sí una estela fosforescente. Pero de la luminosidad del islote se había llevado muy poco al desprenderse: sólo un manchón rojo a babor, otro verde a estribor, la luz blanca a proa y otra luz, blanca también, colgada del mástil, cinco metros más alta que la primera.
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Miami resplandecía como una joya. Era un islote luminoso anclado en un mar de tinieblas. Como gajo desgarrado de su costa y arrastrado por la corriente, el «Druid» navegaba mar adentro, dejando tras sí una estela fosforescente. Pero de la luminosidad del islote se había llevado muy poco al desprenderse: sólo un manchón rojo a babor, otro verde a estribor, la luz blanca a proa y otra luz, blanca también, colgada del mástil, cinco metros más alta que la primera.