Marcus Seeker, alto, corpulento, entrecano, de facciones que parecían talladas en granito, contempló, satisfecho, los numerosos invitados que llenaban el salón. Aquella fiesta, como cuantas daba, estaba siendo un éxito. La prensa neoyorquina haría la reseña en tono encomiástico, la gente se disputaría sus invitaciones. No estaba muy lejano el día, se dijo, en que recibir una invitación de Marcus Seeker representaría la consagración definitiva, el único sello de distinción, la única prueba de que al agraciado le había abierto las puertas la buena sociedad.
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Marcus Seeker, alto, corpulento, entrecano, de facciones que parecían talladas en granito, contempló, satisfecho, los numerosos invitados que llenaban el salón. Aquella fiesta, como cuantas daba, estaba siendo un éxito. La prensa neoyorquina haría la reseña en tono encomiástico, la gente se disputaría sus invitaciones. No estaba muy lejano el día, se dijo, en que recibir una invitación de Marcus Seeker representaría la consagración definitiva, el único sello de distinción, la única prueba de que al agraciado le había abierto las puertas la buena sociedad.