A las once de la mañana del día once del mes once de mil novecientos diez y ocho, en el preciso momento en que el mundo entero celebraba con grandes arrebatos de alegría la firma del armisticio, allá en los arrabales de Baltimore la señorita Laura Plankton encerraba su coche en el garaje, despedía a toda la servidumbre, echaba los postigos a las ventanas y el cerrojo a la puerta de su palacete, y se aislaba definitivamente del mundo, de sus alegrías, y de sus tristezas, sin haber comunicado a ser viviente alguno el motivo de determinación semejante.
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A las once de la mañana del día once del mes once de mil novecientos diez y ocho, en el preciso momento en que el mundo entero celebraba con grandes arrebatos de alegría la firma del armisticio, allá en los arrabales de Baltimore la señorita Laura Plankton encerraba su coche en el garaje, despedía a toda la servidumbre, echaba los postigos a las ventanas y el cerrojo a la puerta de su palacete, y se aislaba definitivamente del mundo, de sus alegrías, y de sus tristezas, sin haber comunicado a ser viviente alguno el motivo de determinación semejante.