Una mañana apareció mi jefe con rostro radiante por la oficina y me dijo: —Ahí te queda eso, Bob. Me largo. Así de escueto. Hizo un petate con sus objetos personales más queridos y se fue con viento fresco. Más tarde, gracias a míster Kerrigan, la señora que se encargaba de la limpieza de su apartamento y también del mío, supe que al fin había conseguido las tan ansiadas vacaciones que le debían e iba a pasarlas al otro lado del país, en Nueva York, con una hermana que hacía años no veía.
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Una mañana apareció mi jefe con rostro radiante por la oficina y me dijo: —Ahí te queda eso, Bob. Me largo. Así de escueto. Hizo un petate con sus objetos personales más queridos y se fue con viento fresco. Más tarde, gracias a míster Kerrigan, la señora que se encargaba de la limpieza de su apartamento y también del mío, supe que al fin había conseguido las tan ansiadas vacaciones que le debían e iba a pasarlas al otro lado del país, en Nueva York, con una hermana que hacía años no veía.