Song-Kay corrió a la extremidad del terraplén y miró hacia la corriente: la zátara flotaba intacta sobre las aguas; entonces se retiró con un suspiro de satisfacción.Desde que había comenzado la estación de las lluvias no salía de la cabaña y se había visto obligado a alimentarse con las provisiones de arroz y de pe-sai y las coles que crecían hermosas, en el pequeño huerto, detrás de la habitación. Como todos los chinos, Song-Kay era muy sobrio, pero tenía veintidós años, una salud férrea y aquel régimen de cartujo comenzaba a hacérsele insoportable.
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Song-Kay corrió a la extremidad del terraplén y miró hacia la corriente: la zátara flotaba intacta sobre las aguas; entonces se retiró con un suspiro de satisfacción.Desde que había comenzado la estación de las lluvias no salía de la cabaña y se había visto obligado a alimentarse con las provisiones de arroz y de pe-sai y las coles que crecían hermosas, en el pequeño huerto, detrás de la habitación. Como todos los chinos, Song-Kay era muy sobrio, pero tenía veintidós años, una salud férrea y aquel régimen de cartujo comenzaba a hacérsele insoportable.