HANS marchaba lentamente por la senda que conducía a sus campos. El alba, como hacía ya bastantes años, parecía permanecer enredada en las altas montañas, como esa niebla que se pega a la tierra y que se arrastra indolentemente como un manto de gasa que fuese arrastrando alguna perezosa deidad. Hans, con sus ojos azules, con sus expertos ojos de labrador, miraba hacia el alba adormecida, retardada y lenta, frunciendo el entrecejo y haciendo que su frente se cubriese de profundos surcos paralelos. Para aquel hombre que había vivido en íntimo contacto con la tierra, rodeado de aire y de sol en la inmensidad de los campos, aquella anormalidad de la Naturaleza le producía íntima congoja.
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HANS marchaba lentamente por la senda que conducía a sus campos. El alba, como hacía ya bastantes años, parecía permanecer enredada en las altas montañas, como esa niebla que se pega a la tierra y que se arrastra indolentemente como un manto de gasa que fuese arrastrando alguna perezosa deidad. Hans, con sus ojos azules, con sus expertos ojos de labrador, miraba hacia el alba adormecida, retardada y lenta, frunciendo el entrecejo y haciendo que su frente se cubriese de profundos surcos paralelos. Para aquel hombre que había vivido en íntimo contacto con la tierra, rodeado de aire y de sol en la inmensidad de los campos, aquella anormalidad de la Naturaleza le producía íntima congoja.