VOLABAMOS a poca altura; quizás no alcanzásemos los doscientos metros. Abajo era el constante desfilar de una especie de alfombra verde, de una densidad completa. Era la selva, en toda su grandeza y, al mismo tiempo, en toda, su terrible infinitud. Los gigantescos árboles y las lianas que, como serpientes inmóviles, los entrelazaban, formaban una masa opaca, haciendo imposible, en la mayoría de los casos, que pudiésemos percibir la verdadera superficie de la Tierra. De vez en cuando, y como un pozo oscuro, aparecía un claro, un diminuto redondel, que, comparando la selva a una inmensa cabellera, justificaba completamente su calificación de calvero.
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VOLABAMOS a poca altura; quizás no alcanzásemos los doscientos metros. Abajo era el constante desfilar de una especie de alfombra verde, de una densidad completa. Era la selva, en toda su grandeza y, al mismo tiempo, en toda, su terrible infinitud. Los gigantescos árboles y las lianas que, como serpientes inmóviles, los entrelazaban, formaban una masa opaca, haciendo imposible, en la mayoría de los casos, que pudiésemos percibir la verdadera superficie de la Tierra. De vez en cuando, y como un pozo oscuro, aparecía un claro, un diminuto redondel, que, comparando la selva a una inmensa cabellera, justificaba completamente su calificación de calvero.