Hundidas las manos en los bolsillos de su gabardina, el capitán Guy Dickson avanzó por el patio cuyo empedrado tenía reflejos mortecinos en su resbaladiza humedad. En aquel recinto, lo simplemente atmosférico, adquiría siniestra viscosidad repelente. Y la fina llovizna repicando sobre el recinto del Depósito, de cadáveres berlinés, acentuaba el lúgubre carácter ambiental. Pero Guy Dickson, del servicio secreto norteamericano, hacía ya tiempo que había perdido la facultad de impresionarse.
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Hundidas las manos en los bolsillos de su gabardina, el capitán Guy Dickson avanzó por el patio cuyo empedrado tenía reflejos mortecinos en su resbaladiza humedad. En aquel recinto, lo simplemente atmosférico, adquiría siniestra viscosidad repelente. Y la fina llovizna repicando sobre el recinto del Depósito, de cadáveres berlinés, acentuaba el lúgubre carácter ambiental. Pero Guy Dickson, del servicio secreto norteamericano, hacía ya tiempo que había perdido la facultad de impresionarse.