Observé mi rostro por encima de la barra, en la imagen que me devolvía el espejo y no tuve deseos de sonreírle. Estaba más delgado y seguramente más arrugado allí donde comienza a diseñarse el aspecto que se adquirirá en la vejez: una mano de infinitos dedos, abierta a partir del ángulo exterior de los ojos; dos cisuras descendentes desde las aletas de la nariz que flanqueaban las comisuras de los labios y me otorgaba un aspecto de «recia madurez» como solía decir Mildred antes de que nuestra relación acabara en insultos y arañazos.
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Observé mi rostro por encima de la barra, en la imagen que me devolvía el espejo y no tuve deseos de sonreírle. Estaba más delgado y seguramente más arrugado allí donde comienza a diseñarse el aspecto que se adquirirá en la vejez: una mano de infinitos dedos, abierta a partir del ángulo exterior de los ojos; dos cisuras descendentes desde las aletas de la nariz que flanqueaban las comisuras de los labios y me otorgaba un aspecto de «recia madurez» como solía decir Mildred antes de que nuestra relación acabara en insultos y arañazos.