Era una noche serena en la que la ciudad parecía dividida por una barrera invisible pero tan sólida como el material que desde siempre ha diferenciado las zonas altas y pudientes de los barrios bajos. El largo malecón, opaco bajo la luz de la luna, dormitaba bajo el continuo masaje de las pequeñas olas sometidas por las defensas del puerto. Dos grandes petroleros vacíos flanqueaban la dársena principal y a su lado, como insectos protegidos por los gigantes, más de un centenar de embarcaciones de todo tipo se dejaba impregnar por los mil olores de deshechos, combustible rancio, y pescado hediondo.
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Era una noche serena en la que la ciudad parecía dividida por una barrera invisible pero tan sólida como el material que desde siempre ha diferenciado las zonas altas y pudientes de los barrios bajos. El largo malecón, opaco bajo la luz de la luna, dormitaba bajo el continuo masaje de las pequeñas olas sometidas por las defensas del puerto. Dos grandes petroleros vacíos flanqueaban la dársena principal y a su lado, como insectos protegidos por los gigantes, más de un centenar de embarcaciones de todo tipo se dejaba impregnar por los mil olores de deshechos, combustible rancio, y pescado hediondo.