Ned Carleton pasó desde el diminuto cuarto de baño a su alcoba. Silbaba una tonadilla que oyera no sabía dónde. Pensó que había músicas que se retienen en el oído durante cierto tiempo y después se olvidan. Y vuelven a retenerse otras, fácilmente. Le pasaba lo mismo con las mujeres. Atrajo hacia sí el cajón de la cómoda, y sacó una automática de su funda de flexible cuero negro, que deslizó entre su camisa y el pantalón, al lado derecho del estómago. Era zurdo. Se miró complacido en el espejo al ajustarse las solapas de la americana azul.
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Ned Carleton pasó desde el diminuto cuarto de baño a su alcoba. Silbaba una tonadilla que oyera no sabía dónde. Pensó que había músicas que se retienen en el oído durante cierto tiempo y después se olvidan. Y vuelven a retenerse otras, fácilmente. Le pasaba lo mismo con las mujeres. Atrajo hacia sí el cajón de la cómoda, y sacó una automática de su funda de flexible cuero negro, que deslizó entre su camisa y el pantalón, al lado derecho del estómago. Era zurdo. Se miró complacido en el espejo al ajustarse las solapas de la americana azul.