Después de una mañana húmeda y brumosa, el viento trajo la lluvia sobre el aeródromo internacional de Nueva York City.
Desde la ventana del pabellón del lazareto, mirando a su alrededor sobre la arboleda del parque, Stefan Breit experimentó la desagradable sensación de encontrarse solo en un mundo gris, silencioso, desierto y muerto.
Ante Breit, las pistas de acero se prolongaban abrillantadas por la lluvia como caminos líquidos durante miles de yardas hasta las arenosas dunas del extremo oriental de Long Island. A una milla de distancia, a través de la gris cortina de la lluvia, Breit alcanzaba a distinguir la borrosa silueta de los grandes hangares.
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Después de una mañana húmeda y brumosa, el viento trajo la lluvia sobre el aeródromo internacional de Nueva York City. Desde la ventana del pabellón del lazareto, mirando a su alrededor sobre la arboleda del parque, Stefan Breit experimentó la desagradable sensación de encontrarse solo en un mundo gris, silencioso, desierto y muerto. Ante Breit, las pistas de acero se prolongaban abrillantadas por la lluvia como caminos líquidos durante miles de yardas hasta las arenosas dunas del extremo oriental de Long Island. A una milla de distancia, a través de la gris cortina de la lluvia, Breit alcanzaba a distinguir la borrosa silueta de los grandes hangares.