Ed Riggan calculó mal. Pensó que iba a ser más larga y, por ello, dejó suelto el caballo, en tanto él se tendía sobre el césped, al pie de un grueso tronco. Acababa de lanzar al aire el medio cigarrillo que, encendido, había tenido en los labios un buen rato, sin succionar, olvidándose del tabaco y de todo, entregado a aquella dulce pereza que le producía el mismo enervamiento de un buen whisky. Se había echado el sombrero sobre los ojos y después, con las manos cruzadas por debajo de la nuca, dejó que el tiempo resbalara sobre él, con la misma suavidad que lo hacía aquel alentador cierzo que acaba de levantarse.
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Ed Riggan calculó mal. Pensó que iba a ser más larga y, por ello, dejó suelto el caballo, en tanto él se tendía sobre el césped, al pie de un grueso tronco. Acababa de lanzar al aire el medio cigarrillo que, encendido, había tenido en los labios un buen rato, sin succionar, olvidándose del tabaco y de todo, entregado a aquella dulce pereza que le producía el mismo enervamiento de un buen whisky. Se había echado el sombrero sobre los ojos y después, con las manos cruzadas por debajo de la nuca, dejó que el tiempo resbalara sobre él, con la misma suavidad que lo hacía aquel alentador cierzo que acaba de levantarse.