Dan Burns, sentado en su pequeño «Ford», consultó su reloj de pulsera. Eran las nueve menos diez minutos de la mañana. A esa hora, Richard Carpen debía estar ya esperándolo en su moderno chalet, en la carretera de la costa de California que une Monterrey con Santa Cruz.
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Dan Burns, sentado en su pequeño «Ford», consultó su reloj de pulsera. Eran las nueve menos diez minutos de la mañana. A esa hora, Richard Carpen debía estar ya esperándolo en su moderno chalet, en la carretera de la costa de California que une Monterrey con Santa Cruz.