—¡Aguanta! ¡No te despegues ahora!
El que suplicaba apretando los dientes era Álber: loco de los videojuegos, vago de manual, alérgico a los libros y las Mates y mi mejor amigo desde la guardería.
Y, en aquel momento, también nuestro campeón.
Porque, con los brazos estirados por encima de la cabeza y sudando a chorros, estaba entregado a la misión de defender el orgullo de nuestra letra.
—¡6ºA! ¡6ºA! ¡6ºA! —gritábamos todos, formando un corrillo tras él.
A su derecha, cronometrando el tiempo en su tablet, tenía a Max: enciclopedia ambulante, brillante estratega y friki como él solo.
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—¡Aguanta! ¡No te despegues ahora! El que suplicaba apretando los dientes era Álber: loco de los videojuegos, vago de manual, alérgico a los libros y las Mates y mi mejor amigo desde la guardería. Y, en aquel momento, también nuestro campeón. Porque, con los brazos estirados por encima de la cabeza y sudando a chorros, estaba entregado a la misión de defender el orgullo de nuestra letra. —¡6ºA! ¡6ºA! ¡6ºA! —gritábamos todos, formando un corrillo tras él. A su derecha, cronometrando el tiempo en su tablet, tenía a Max: enciclopedia ambulante, brillante estratega y friki como él solo.