La ciudad se llamaba Glennville. Era un conjunto de diez calles cubiertas de polvo, de cien azoteas secas y aburridas, de nubes de moscas que se sentían viajeras e iban y venían desde la cercana frontera de Méjico. En Glennville hacía calor hasta primeros de noviembre, y los hombres dormitaban horas y horas junto a las ventanas vigilando con un ojo todo lo que ocurría en la calle y controlando el vuelo perezoso de las moscas. Quizá por eso, por su clima de calma tan enervante, llamó tanto la atención la presencia de aquel hombre alto, de aspecto hercúleo, cuyas facciones parecían talladas en acero. Llevaba un impecable traje blanco y un maletín negro.
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La ciudad se llamaba Glennville. Era un conjunto de diez calles cubiertas de polvo, de cien azoteas secas y aburridas, de nubes de moscas que se sentían viajeras e iban y venían desde la cercana frontera de Méjico. En Glennville hacía calor hasta primeros de noviembre, y los hombres dormitaban horas y horas junto a las ventanas vigilando con un ojo todo lo que ocurría en la calle y controlando el vuelo perezoso de las moscas. Quizá por eso, por su clima de calma tan enervante, llamó tanto la atención la presencia de aquel hombre alto, de aspecto hercúleo, cuyas facciones parecían talladas en acero. Llevaba un impecable traje blanco y un maletín negro.